De la misma manera que sucede con cualquier otro periodo de la existencia, la vejez comporta una serie de cambios biológicos y de hábitos de vida que, si no se afrontan con la debida flexibilidad y entereza, pueden convertirse en traumáticos. De esta no aceptación irracional del paso del tiempo, derivan diversos mitos populares acerca de los elementos más característicos de esta etapa. Si de pequeño nos asusta acceder a cursos superiores y compartir patio con los niños de más edad, de jóvenes sufrimos dudas a la hora de ingresar en la residencia universitaria y de adultos nos mostramos inquietos ante nuevos ambientes de trabajo, cuando alcanzamos la tercera edad estos mismos temores se trasladan a hechos novedosos de la vida cotidiana como en qué ocupar el tiempo libre y, sobre todo, cómo ajustar el espacio de vivienda a las demandas que exige la cambiante condición física y mental. Son miedos naturales al cambio, lógicos y comprensibles, pero que nunca se han de dejar caer en una fobia injustificada que termine siendo contraproducente para el bienestar y la calidad de vida de la persona. El caso de las residencias para la tercera edad es el paradigma de ello.
El repudio de las residencias de la tercera edad proviene del acervo cultivado en nuestro país a lo largo de décadas de miseria económica y de falta de respeto hacia la atención sanitaria, los cuidados sociales y este tipo de servicios orientados a la ciudadanía. Una situación que, afortunadamente, pertenece al pasado. Residencias de ancianos en Barcelona como la Benviure, demuestran que aquellos terribles tópicos falazmente perpetuados en el imaginario colectivo no se corresponden en modo alguno con la realidad de nuestros días.
Los centros de la tercera edad y las residencias geriátricas son lugares en los que el confort del hogar se combina con beneficios tales como la convivencia con personas afines en edad y carácter y, en especial, una atención médica y personal ininterrumpida, eficiente y atenta. Por desgracia, diversas cuestiones tienden a provocar que los ancianos padezcan un relativo aislamiento social,como la viudez, la dispersión laboral de la familia, la menor solidez de los lazos afectivos de la sociedad contemporánea… Factores de crucial relevancia en el caso de un segmento de población particularmente vulnerable a los accidentes domésticos o a las enfermedades crónicas y estacionales y, por lo general, con un nivel variable de dependencia en sus quehaceres diarios. En este sentido, una residencia supone un espacio ideal para evitar la pérdida irreparable de la imprescindible vida social, ya que son centros en los que acostumbra a desarrollarse una saludable rutina basada en actividades que, al mismo tiempo que estimulan las capacidades físicas y mentales del cliente, favorecen su contacto con un círculo de personas compatibles.
Dado que las reticencias al cambio son siempre entendibles, quizás los familiares del anciano sean quienes deban dar el primer paso, en todo momento desde un punto de vista racional, empático y desinteresado. Es un acto que, en definitiva, comporta asumir una responsabilidad ineludible para con los padres, y en el que se ha de evaluar el peso de posibles deficiencias en la calidad de vida, sean en campos como la salud, la convivencia, la alimentación e incluso la economía, sean producto de impedimentos y discapacidades aparejados a la edad (reducción de la movilidad, deficiencias en la vista, problemas de expresión, aparición de enfermedades graves, crónicas y degenerativas como la demencia senil y el alzhéimer…), manifestados a través de indicativos frecuentes como los problemas para mantener el equilibrio, la insalubridad propia y del hogar, los razonamientos vagos e incongruentes, la pérdida de capacidades sensitivas, el incumplimiento involuntario o la tergiversación voluntaria de las prescripciones médicas…
Unas responsabilidades, en conclusión, que no siempre se puede satisfacer en el seno de la familia y ante las que nula utilidad poseen unas buenas aunque ingenuas intenciones o la obstinación de negar ciertas evidencias.
Surge entonces el momento de tomar una decisión. Un análisis pormenorizado de los servicios disponibles en aquellas residencias incluidas dentro del que había constituido su espacio de vida habitual facilita en gran medida que el cambio del hogar al centro de la tercera edad no solo sea poco traumático, sino también extraordinariamente satisfactorio. En este contexto, es obvio que las variables económicas juegan un papel decisivo en la elección, pero no se debe olvidar la primacía de la calidad de la residencia en cuanto a infraestructuras, comodidad y oferta clínica. Una plantilla amplia y variada, con presencia de médicos, enfermeras, fisioterapeutas, terapeutas ocupacionales, gericultores, animadores socioculturales y especialistas en atención a personas con discapacidad compone un elemento prioritario y diferencial.
Las características de la estancia también contribuyen a marcar la diferencia. En función del nivel de dependencia y de requerimientos exigidos por el cliente, puede tenerse acceso a varios tipos de habitaciones, que van desde las individuales equipadas con todas las comodidades –dormitorio, zona de cocina, baño particular…-, como si de un pequeño piso se tratase, hasta las habitaciones compartidas. Su financiación puede ser privada o pública, según la administración del centro, si bien en la mayoría de casos se puede acudir a las ayudas prevista por la Ley de Dependencia formulada por el Estado.
No obstante, la mejor manera de lograr una adecuada adaptación al nuevo entorno vital consiste, como es lógico, en someter el cambio a un proceso gradual. Ingresar en un centro geriátrico no es algo irreversible, sino que puede contratarse en primer lugar por medio de pequeños plazos de prueba en los que el cliente pueda aclimatarse poco a poco y encontrar su lugar, observar cuidadosa y responsablemente si cumple correctamente con sus necesidades, si el trato personal le satisface… Es decir, si se siente a gusto. Siempre hay lugar para una vuelta atrás, para sopesar una vez más la selección y para decantarse por la residencia que mejor se ajuste al modelo ideal para todas las partes. Porque, en definitiva, de lo que se trata es de obtener una imprescindible mejora en el disfrute de la vida de nuestros mayores.